lunes, 1 de octubre de 2018

SOBRE ARREPENTIDOS, DELATORES, JUSTICIA Y PODER.


No hace mucho un amigo (Raúl Cafieri), me comentó que estaba leyendo un libro de Lucio Anneo  Séneca lo cual despertó mi curiosidad y comencé a leer cartas filosóficas y casualidad me encontré en una parte de la narración sobre su acusación, padecimiento y muerte, pero lo más llamativo es como es acusado y condenado, que mucho se asemeja a la actualidad. Cada uno de ustedes podrá cambiar el nombre de los aquellos personajes por los de la actualidad.
Para entrar en tema: Digamos que Lucio Anneo  Séneca se retiró de la actividad política y del ejercicio del poder en el 62 d. C. Pero hasta su muerte, tres años más tarde, continuó siendo un personaje importante con el que en Roma todo el mundo —gobierno y oposición—, para bien o para mal, tenía que contar.
 Desde Palacio (Nerón, su esposa o concubina Popea, Tigelino, comandante de los pretorianos y valido del príncipe) sele odiaba. Sin embargo, durante ese último trienio de su vida, no se atrevieron con él, contentándose con tenerlo sometido a una estrecha  y mal disimulada vigilancia.
Por fin, en la primavera del 65, al descubrirse la conspiración tramada en torno a Pisón para derribar a Nerón y eliminarlo, Séneca fue acusado de participaren ella y tal vez de poder resultar su futuro beneficiario, como eventual candidato de «consenso» para el trono.
En las primeras investigaciones oficiales sobre la conjura anti neroniana, un delator profesional y mentiroso que estaba complicado en ella (un «pentito» se diría hoy) sacó a relucir el nombre de Séneca como uno de los conspiradores, con gran complacencia de Nerón, que esperaba una oportunidad para acabar con quien, por prudente y cautamente que actuara, en cualquier momento podía cantarle una verdad. El historiador Cornelio Tácito narra magistralmente todo el episodio. Tras las primeras delaciones sobre la conjura, el príncipe en persona y su mafia palatina recurrieron a un enredado juego de confesiones, torturas, chantajes y denuncias semejante al de Stalin en los procesos de Moscú de los años treinta del pasado siglo.
Del Libro Cartas Filosóficas: Antonius Natalis, el delator, uno de los más activos conjurados, al ser interrogado por los agentes del príncipe, denunció a Séneca como partícipe de la conspiración. Cincuenta años después Tácito no creía que eso fuera verdad. Según él, Natalis, convicto y confeso, habría mezclado en sus declaraciones el nombre de Séneca, bien para justificarse él mismo por haber llevado recados de Pisón a Séneca y viceversa, bien por ganar el favor de Nerón, del que era manifiesto que en aquellos momentos odiaba a Séneca y andaba buscando cualquier medio para destruirlo.
En el 62 Séneca, que se daba cuenta de la enemistad con que había llegado a distinguirle el príncipe, quiso alejarse de los círculos palatinos y del consilium principia, pero Nerón no se lo permitió. Si bien desde entonces el filósofo se dejaba ver lo menos posible por la corte, pretextando sus problemas de salud y su dedicación a los estudios. Puede decirse que ese alejamiento significó realmente el final de su directa y personal intervención en la política.
Dos años después de esa famosa entrevista de la dimisión oficialmente rechazada, Nerón, tras el incendio de Roma, se había dedicado a saquear Italia y las provincias, incluso los templos, para reconstruir y embellecer la urbe. Séneca, con el fin de hacer visible su desacuerdo, acentuó sus distancias y procuraba estar habitualmente fuera de la urbe. Estos callados reproches eran más de lo que Nerón estaba dispuesto a soportar. Por eso, Natalis pensó que si complicaba a Séneca y acababa con él, Nerón se lo agradecería. Como así fue. El príncipe le compensó otorgándole su perdón y la impunidad, cosa que ocurriría con muy pocas personas.
Las consecuencias de la denuncia no se hicieron esperar. Nerón, que ya antes, según Tácito, había tratado de envenenar a Séneca valiéndose de uno de los libertos del filósofo, no quiso perder la oportunidad que se le presentaba para eliminar al que había sido su maestro y que, con su silencio y su ausencia de palacio, condenaba la tiranía en que había degenerado el gobierno. Envió a un tribuno de las cohortes pretorianas a someter a un interrogatorio a Séneca, que acababa de llegar desde Campania a una de sus casas de campo situada a cuatro millas de Roma. En las Cartas a Lucilio Séneca menciona dos veces su «Nomentano», pero no debía de ser allí donde se hallaba aquel día, porque Nomentum era una localidad situada al nordeste de Roma, pero bastante más lejos. Mientras que el lugar donde se encontraba Séneca iba a permitir que los enviados de Nerón fueran a Roma y volvieran en una tarde, tras haber despachado con el príncipe y con el prefecto de los pretorianos.
El tribuno que acudió a la villa de Séneca, para asegurar que el filósofo no se escapara de sus manos o para intimidarle, se hizo acompañar de un pelotón de soldados, que rodeó la finca y quedó allí de guardia, mientras él hablaba con el propietario el iba y venía de Roma.
Cuando llegaron los soldados, Séneca, que no pensaba que tuviera nada que temer por el descubrimiento de la conspiración, estaba tranquilamente cenando con su esposa Paulina y con dos amigos íntimos que, por cierto, eran hispanos también: Fabio Rústico, historiador, cuya obra perdida sobre el período neroniano fue una de las fuentes de los Anales de Tácito, y el médico Estacio Anneo, quizá pariente o liberto del filósofo. La respuesta de Séneca al cuestionario del tribuno, por lo que se sabe de ella, demostraba su inocencia. Pero, en realidad, para Nerón la denuncia era sólo un pretexto. Como el tribuno, al dar cuenta de su misión, refirió al emperador que no había advertido en Séneca ningún signo de temor ni tristeza en sus palabras y sus gestos y que era evidente que no estaba preparando un suicidio, se le ordenó que volviera para intimarle lo que con expresivo eufemismo llamaban en latín la necesitas ultima.
Al regresar a la villa con la condena en la mano tras haber despachado con Nerón, en presencia de Popea, y con el prefecto de los pretorianos, Tigelino, el tribuno no quiso entraren la mansión. Se quedó fuera con los soldados y envió a uno de sus centuriones para que transmitiera al filósofo la orden imperial de poner fin a su vida. Séneca, interritus, es decir, sin ninguna muestra de inquietud, pidió unas tablillas para hacer o completar su testamento. El centurión no se lo permitió, y entonces el filósofo dijo a los presentes que ya que no se le dejaba manifestar su agradecimiento a las personas que lo merecían, les entregaba como herencia lo único que ya le quedaba, que era también el mejor obsequio —pulcherrimum— que les podía hacer, la imagen de su vida, imaginem vitaesuae.
Daniel Fernández
Septiembre 2018

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