EL DEVALUADO OFICIO DE LECTOR
Por Edgardo Chini
Durante mi experiencia docente, en la cual mi rol al frente del aula, estaba destinada a pensar los medios de comunicación; uno de los puntos disparadores que utilizaba para generar inquietudes y debate entre los asistentes, era el análisis de los distintos discursos que utilizaban los principales diarios del país.
También avanzábamos sobre productos radiales y televisivos, pero todavía eran tiempos donde el recurso de las computadoras era escaso y la palabra Internet (siempre me sorprende con la tozudez que decide ser escrita en mayúscula cada vez que la tipeo), recién empezaba a hacerse familiar en nuestro vocabulario cotidiano.
Además, los medios con los que contábamos en una escuela del estado de la Provincia de Buenos Aires, destinada a la educación para adultos con orientación hacia la comunicación, eran extremadamente escasos.
Recuerdo que llevaba a las aulas los diarios del día domingo marcados con bolígrafos de distintos colores que me permitían marcar párrafos y hacer citas.
El punto central del trabajo estaba orientado a que juntos pensáramos el relato periodístico, que obviamente también abordábamos desde la teoría, a través de distintas bibliografías.
Aún hoy puedo repetir de memoria, una de las definiciones de lo que se denomina noticia: hecho verdadero, inédito o actual, de interés general, que se comunica a un público que pueda considerarse masivo, una vez que ha sido recogido, interpretado y valorado por los sujetos promotores que controlan el medio utilizado para la difusión.
De ahí en más todo nos remitía a discutir sobre la objetividad. Palabra que es esencia, conflicto, seducción y disputa en el continuo ejercicio de la profesión (u oficio) periodística.
En este sentido, nunca me he llevado bien con eso de ser periodista. Siempre he preferido decir: trabajo de periodista. Y esta distinción, la entiendo como una profunda diferencia que va mucho más allá de lo enunciativo y que incluso supera lo conceptual.
Como sea, en aquellos tiempos de marcación de diarios, ejercíamos un bello, apasionante y laborioso desafío intelectual de desarme de textos, que puestos en referencia y contradicción con las empresas gráficas que le hacían de soporte y contrastados con otros elementos como las constituciones societarias de cada empresa -entre otras referencias-; nos permitía al mejor estilo Sherlock Holmes: inferir intereses, deducir motivaciones, establecer vínculos, construir sumisiones, descubrir bajezas, resaltar hipocresías, asociar omisiones, entre una larga lista de extremadamente placenteras actividades, de lúdicos abordajes lingüísticos.
Y así también por supuesto disfrutar de la ruidosa y olorosa acción que produce el ejercer el desenmascaramiento del tan mentado periodismo independiente.
Pero ahora ya no, ahora todo se ha vuelto lastimosamente obsceno. Por lo que nunca les voy a perdonar a mis compañeros de actividad, haberme robado la satisfacción de ponerlos a descubierto ante cientos de alumnos a los que intente enseñarles a leer entrelíneas.
Hace un largo rato que no me doy una vuelta por los claustros en rol de educador, pero tengo claro que de volver a hacerlo, debería procurar diseñar otro programa de enseñanza.
Por estas horas está claro que además de chorrearse tinta, se chorrean miserias, mezquindades y subestimaciones de intelecto que obviamente producen escasez informativa y ausencia de profundización de ideas trascendentes.
Y todo ello, además de vivirse como una violenta falta de respeto a nuestra capacidad de comprensión y discernimiento; carece del atractivo mínimo que debe provocarnos toda lectura.
Por Edgardo Chini
Durante mi experiencia docente, en la cual mi rol al frente del aula, estaba destinada a pensar los medios de comunicación; uno de los puntos disparadores que utilizaba para generar inquietudes y debate entre los asistentes, era el análisis de los distintos discursos que utilizaban los principales diarios del país.
También avanzábamos sobre productos radiales y televisivos, pero todavía eran tiempos donde el recurso de las computadoras era escaso y la palabra Internet (siempre me sorprende con la tozudez que decide ser escrita en mayúscula cada vez que la tipeo), recién empezaba a hacerse familiar en nuestro vocabulario cotidiano.
Además, los medios con los que contábamos en una escuela del estado de la Provincia de Buenos Aires, destinada a la educación para adultos con orientación hacia la comunicación, eran extremadamente escasos.
Recuerdo que llevaba a las aulas los diarios del día domingo marcados con bolígrafos de distintos colores que me permitían marcar párrafos y hacer citas.
El punto central del trabajo estaba orientado a que juntos pensáramos el relato periodístico, que obviamente también abordábamos desde la teoría, a través de distintas bibliografías.
Aún hoy puedo repetir de memoria, una de las definiciones de lo que se denomina noticia: hecho verdadero, inédito o actual, de interés general, que se comunica a un público que pueda considerarse masivo, una vez que ha sido recogido, interpretado y valorado por los sujetos promotores que controlan el medio utilizado para la difusión.
De ahí en más todo nos remitía a discutir sobre la objetividad. Palabra que es esencia, conflicto, seducción y disputa en el continuo ejercicio de la profesión (u oficio) periodística.
En este sentido, nunca me he llevado bien con eso de ser periodista. Siempre he preferido decir: trabajo de periodista. Y esta distinción, la entiendo como una profunda diferencia que va mucho más allá de lo enunciativo y que incluso supera lo conceptual.
Como sea, en aquellos tiempos de marcación de diarios, ejercíamos un bello, apasionante y laborioso desafío intelectual de desarme de textos, que puestos en referencia y contradicción con las empresas gráficas que le hacían de soporte y contrastados con otros elementos como las constituciones societarias de cada empresa -entre otras referencias-; nos permitía al mejor estilo Sherlock Holmes: inferir intereses, deducir motivaciones, establecer vínculos, construir sumisiones, descubrir bajezas, resaltar hipocresías, asociar omisiones, entre una larga lista de extremadamente placenteras actividades, de lúdicos abordajes lingüísticos.
Y así también por supuesto disfrutar de la ruidosa y olorosa acción que produce el ejercer el desenmascaramiento del tan mentado periodismo independiente.
Pero ahora ya no, ahora todo se ha vuelto lastimosamente obsceno. Por lo que nunca les voy a perdonar a mis compañeros de actividad, haberme robado la satisfacción de ponerlos a descubierto ante cientos de alumnos a los que intente enseñarles a leer entrelíneas.
Hace un largo rato que no me doy una vuelta por los claustros en rol de educador, pero tengo claro que de volver a hacerlo, debería procurar diseñar otro programa de enseñanza.
Por estas horas está claro que además de chorrearse tinta, se chorrean miserias, mezquindades y subestimaciones de intelecto que obviamente producen escasez informativa y ausencia de profundización de ideas trascendentes.
Y todo ello, además de vivirse como una violenta falta de respeto a nuestra capacidad de comprensión y discernimiento; carece del atractivo mínimo que debe provocarnos toda lectura.